martes, 12 de enero de 2010

EL ESCRITOR




MOSCU, RUSIA
21 de marzo 1909


Haber llegado hasta allí fue un milagro. Desde el montículo donde lo habían situado podía oír los lamentos y comentarios que se desprendían de la multitud. Les podía “visualizar” en su mente, recordar el sonido de sus pisadas y el olor de sus gabardinas. Ser ciego tenía algunas ventajas. Nada ni nadie moría del todo, algo siempre quedaba en su mente. Ahora estaba allí, en esta congregación de almas, sin saber el por qué. Lo habían arrancado de su esquina en la Plaza Roja para depositarlo sobre un montículo de nieve desde donde, según las instrucciones, rendiría tributo al Secretario Nacional del Partido Comunista, al cazador de sueños para la Unión Soviética, a la conciencia de la Madre Rusia.

Para Vladimir Borovkov la noche y el día eran términos del lenguaje, como también lo era la sonrisa o la tristeza que podía estar retratada en los rostros de los curiosos que le miraban sin ser vistos. Conocía muy bien el hambre y la miseria, sentía el frío y la lluvia y por los olores corporales podía identificar a un ruso entre docenas de personas de otras nacionalidades. Para él no había diferencia entre un día o un año. Aquella esquina de la plaza Roja donde normalmente se situaba, era su mundo, su forma de vivir y un rublo más o menos en el plato nunca alteraba de modo alguno su miserable existencia.

Sabía que el hombre se había plantado firmemente frente a él. Reconoció que era un hombre por la pisada fuerte y el olor penetrante de su gabardina; que era viejo, por la voz y que estaba enfermo, por el sonido de sus bronquios. Sus pulmones se esforzaban buscando el próximo bocado de oxígeno.

–Hola Vladimir –fue un saludo apagado, extenuado por el esfuerzo.

– ¿Me conoce usted señor? –contestó el mendigo algo desconcertado.

—Desde hace mucho tiempo –replicó la voz–. ¿Recuerdas el salón de lecturas de la Biblioteca del Estado donde te reunías con los otros no videntes para escucharme contar historias? Eras uno de los pocos que no se quedaba dormido al calor de la chimenea y fuiste el único que repudió en voz alta su condición, su dependencia en la caridad de otros y la miseria contra la que no tenía ojos ni derechos para defenderse.

–Quisiera decir que recuerdo, señor mío –manifestó Vladimir–, pero la verdad es que mi memoria no va más allá de lo que me rodea. En éste momento estoy consciente de su presencia y del sonido de los rublos en su bolsillo con los que me puede comprar un pedazo de queso o una taza de caldo. ¡No da para más!
–Cuánto lo siento amigo mío –respondió tristemente el hombre–. Por las preguntas que hacías en aquél entonces, supe que eras una persona inteligente y que seguramente si alguien te diera una oportunidad podrías cambiar tu vida. Yo he tenido mucho tiempo para reflexionar sobre este tema: La cruel diferencia social entre usted y yo. Ahora sé que eso no es mandato de Dios.
–preguntó el ciego. ¿Por qué desear ser lo que nunca he sido? Soy feliz tal como es y nada va a cambiar en mi entorno, se lo aseguro. Todo lo que va a pasarme de aquí en adelante, ya me ha pasado más de una vez. Me siento a gusto y no tengo miedo, en este momento mi única preocupación es convencerlo para que me consiga esa taza de caldo, el pedazo de queso y quizás uno o dos rublos. Desconozco otro mundo. Mi Rusia comienza y termina en esa esquina de la Plaza Roja de donde me han arrancado, ese lugar donde paso todos mis días y parte de las noches. Pero de todas maneras… ¡Gracias!.

El hombre, que se había puesto en cuclillas para escuchar mejor, se levantó con dificultad. El esfuerzo fue más de lo que su frágil constitución le permitía y cayó de rodillas. Tosió repetidamente y escupió.

— ¡Necio!– rezongó con sarcasmo y pausó por un momento. Finalmente logró incorporarse y continuó:

–Yo que lo he tenido todo y que he visto a los menos afortunados doblar las espaldas para que mi familia pudiese mantenerse en el círculo de los afortunados, ahora trato de aliviar, en lo que puedo, esa carga. Me he despojado de todos mis bienes para dárselo a los tuyos. Tu, mi pobre diablo, rehúsas aceptar mi mano y me das la espalda. Rehúsas cambiar tu vida y para colmo me dices que prefieres la oscuridad de tu camino.

–Lo siento señor, ser ciego es también un refugio. Nunca tendré que reconoceré la mueca en los labios del mísero ni la sonrisa del bien acomodado cuando se siente satisfecho porque cree haber cumplido su misión al regalarme una moneda–respondió el ciego.

–Entonces dejaré esta bolsa contigo, ya que para descubrirla no necesitaste tener ojos –Replicó el hombre. Dicho esto, depositó a los pies del ciego la bolsa de rublos y extrajo un libro del bolso que colgaba a su costado. Escribió algo en él y se despidió diciendo:

– También dejo este libro, soy escritor y es para lo que vivo…nada mejor te puedo dar. Quizás encuentres otra luz; la de la curiosidad y que ésta te induzca a buscar otros ojos. Los de alguien que lea para ti– entonces se alejó arrastrando sus botas y desapareció entre la multitud.

La nieve comenzaba a cubrirlo todo. El ciego se apresuró a apoderarse de la bolsa que contenía los rublos y la guardó entre los pliegues de su camisa. Alguien se acercaba, el pordiosero inmediatamente reconoció que era una mujer. Una mujer de alguna posición por el zarandeo de su falda almidonada. Las páginas del libro lamidas por el viento, crujieron. Los pasos cesaron y el pordiosero supo que se había inclinado para recoger el grueso volumen ya casi cubierto por la nieve.

– ¡Que interesante! – Comentó para sí misma mientras limpiaba la cubierta del libro– Entonces dirigiéndose al pordiosero sentado en el rincón, le preguntó; ¿Es usted Vladimir Borovkov?

– Si señora – respondió sorprendido – ¿Cómo sabe mi nombre?

– Alguien le ha regalado un ejemplar de Guerra y Paz firmado por el propio autor: León Tolstoi.


Marco Antonio