domingo, 4 de abril de 2010

ENRIQUE TEJON

LAS LINEAS INTERMEDIAS

         Hasta el día en que hice esta fotografía al abuelo, yo era un adolescente absolutamente convencido de que los hombres no podía llorar. Y no porque no debían hacerlo por el mero hecho de ser hombres, si no por una cuestión puramente fisiológica. Mi idea era la siguiente: “las niñas y los niños lloran, pero mientras ellas lo hacen durante toda la vida, éstos, una vez acabada la adolescencia, no pueden hacerlo por imposibilidad física, es decir: a un hombre no le salen lágrimas, ni puede hacer nada que se asemeje a llorar”. El machismo encerrado en esta creencia se ocultaba bajo la losa de la ignorancia. Nadie me había dicho lo contrario. Pero en este día, en la época en que creía que mi etapa de llorar estaba llegando a su fin, esa losa se removió para no volver jamás a su posición original.
El descubrimiento llegó tras un fogonazo. Y no lo digo con ningún sentido metafórico, sino tras la explosión del magnesio con la que recogí la imagen del abuelo sentado a la mesa de su gabinete. Con el maloliente humo dominando la escena me pareció oír un sollozo. Sorprendido, miré al abuelo, que observaba unos papeles. Atónito comprobé que efectivamente, era él quien sollozaba. No acertaría a explicar que me afectó primero (y digo primero porque recuerdo que fue algo que consideré en aquel momento, el orden más que la cantidad), si ver a un hombre llorando, que fuera el abuelo, o las dos cosas a la vez. Asustado y apenado a partes iguales me acerqué a él. Después de mi padre, muerto cuando yo tenía diez años, era la persona a quien más quería del mundo. Mucho más que a mi madre, su hija, la cual había heredado el carácter agrio y desabrido de la abuela. La relación entre los tres era excelente. A menudo yo decía que éramos como los tres mosqueteros. Invariablemente uno de ellos preguntaba: ”¿y  D’ Artagnan?”, y yo respondía: “todavía en Gascuña”. Ni con la muerte de papá lloró el abuelo a pesar de su pena; yo sí, pero era un niño, y sólo hasta que en mi ingenuidad  (algunos años más tarde me di cuenta de ella), decidí no hacerlo para sacarlo de su tristeza. Él hizo lo mismo. 
Puse las manos sobre sus hombros y como si una vez descubierto, no tuviese sentido reprimirse, se abandonó a un llanto que me estremeció. Ante él, sobre la mesa había unas hojas con dibujos. Luego vi que eran retratos. No dije nada, simplemente le apreté los hombros tratando de consolarle, de que no sintiese vergüenza (me pareció que era lo más importante; sobre todo para mí, pero en aquel momento creí hacerlo por los dos). Al fin, pudo calmarse y me contó el motivo. Ello conllevó una breve historia ocurrida en su juventud, sobre los veinticuatro años. Según dijo tenía un don que le supuso alcanzar en poco tiempo una fortuna, si bien luego sería motivo de desgracia. Era un dibujante excelente, pero con algo especial. Trataré de explicarlo. Cuando dibujaba el retrato de alguien lo hacía con notabilísima fidelidad al modelo, pero si en lugar de hacerlo todo en una hoja dividía el rostro por partes y las plasmaba por separado en distintos folios, es decir, en uno hacía un ojo, el otro en un segundo, en otro la nariz, y lo mismo con la boca y con cada una de las orejas, e incluso, de las mejillas, guardando siempre la proporción y finalmente los recortaba para pegarlos como si formase un rompecabezas, el parecido con el modelo era endiabladamente perfecto. La mecánica exigía que hiciera el retrato de las dos maneras para a continuación superponerlos, medir la distancia entre las líneas y tras una operación matemática, que no me explicó, obtener el lugar por donde debía trazar unas líneas intermedias, dando como resultado un tercer rostro, el que iba a tener al cabo de cierto tiempo el retratado. Ese tiempo dependía de alguna de las cifras de la operación. Incluso llegaron a descubrir futuras enfermedades. “O eso creímos”, dijo.
Explotando tal capacidad, y el afán de la gente por conocer lo que le depara el futuro, pronto se hizo popular y puso un despacho que aumentaba la clientela de día en día. Aprovechándose de la situación, en un  gesto de soberbia, del que se avergonzaba, subió el precio de la consulta de modo que sólo las clases altas podían acceder a él.  Se hacían largos viajes para hacerse un retrato.
Joven, rico y disputado por todos gozaba de una situación económica y social privilegiada.
Un día conoció a un ángel, cito sus palabras. No podía ser humana aquella criatura, la más bella y dulce que vio en toda su vida. Al decirlo me enseñó el dibujo de los recortes que representaba al ángel, y era, ciertamente, de una belleza que sería deslumbradora si su mirada no reconfortase el corazón de quien estuviese contemplándolo; el retrato era tan bueno que llegó a hacer sobre mí el mismo efecto. El abuelo se enamoró, y no pasó mucho tiempo hasta que fue correspondido. Se volvió loco de felicidad. Apenas dormía, pues le costaba conciliar el sueño y, sin embargo, no bien empezaba a asomar el primer rayo de luz, estaba despierto esperando el momento de ver a su amor.
Un día decidió hacerle el retrato para darle una sorpresa. Procedió como siempre: un dibujo completo y otro dividiendo el rostro en diferentes folios. Una vez hecho, los superpuso y trazó las líneas intermedias después de la operación matemática. Quedó aterrorizado ante lo que vio: una calavera. La muerte. Era la primera vez que le aparecía. Apartó la hoja e hizo otro dibujo con idéntico resultado. Con manos temblorosas arrugó las dos calaveras y las arrojó al fuego con desesperación. Decidió no decir  nada y continuar su relación como si nunca hubiera hecho tal descubrimiento. Y pasando el tiempo casi se olvidó del retrato cuando le llegó la noticia de la muerte de su ángel en un incendio. Lloró la pérdida durante días (a estas alturas, pese a seguir sorprendiéndome, empezaba a asimilar que los hombres lloraran; ni siquiera pensaba: tal vez mi abuelo es un llorón y los verdaderos hombres no lo hacen, pero lo conocía muy bien y si él lloraba..., pero es muy mayor y quizás..., bueno, sea por lo que sea un hombre llora, no le demos más vueltas, concluí). Poco a poco alimentó la estúpida idea de que tal vez al echar los retratos al fuego había condenado a morir abrasada a la persona que amaba. Dolor, culpabilidad, depresiones, ansiedad. Búsqueda fácil del olvido. Alcohol, drogas, disipación de la fortuna y de la vida. Estaba a punto de la destrucción completa cuando apareció la abuela (y  di un respingo al darme cuenta del parecido extraordinario de la abuela con el dibujo hecho completo de quien la había precedido en el corazón del abuelo). Entonces comprendí porqué estaba unido a ella, obviando infidelidades vergonzantes que menoscababan la gran persona que era, aunque esto mismo actuaba como reparador de gran parte del respeto que se merecía. Además, la abuela, y como he dicho ya, ahora también su hija, casi en todo momento se mostraban ariscas y con continuas frases hirientes; pero el parecido con el ángel debió de crear en el abuelo la idea de estar cerca de la criatura amada, de disfrutar de ella a través de la abuela. No quise imaginar lo que ocurriría si ésta conociese la realidad.
Hasta aquí la explicación envuelta en el llanto. Ahora toma un cariz esperanzador, y    esgrimiendo un dedo mientras sonríe con los ojos aún lacrimosos, me dice que ha  encontrado la solución. Ésta estaba en la fe. Hombre profundamente religioso, no dudaba de la resurrección de los muertos y de la vida del mundo futuro, más allá de la muerte, más cerca de Dios y con los seres queridos, etc., etc. A modo de petición a nuestro Señor, le había hecho un dibujo de cuerpo entero, suyo y de su amor cogidos de la mano, en la completa convicción de serle concedido poder vivir en la vida eterna el goce que no pudo vivir en la  terrenal. Era feliz ante tal perspectiva. Por mi parte necesité hacer acopio de todo el cariño que sentía por él para soportar un movimiento más de la losa; ahora se resquebrajaba la idea de que el amor tiene que ser obligatoriamente entre un hombre y una mujer. “Otra vez la edad avanzada le está jugando una mala pasada”, pensé. ¿Cómo era capaz de contarme aquello y seguir sonriendo sin sentir vergüenza? Pero tenía derecho a hacerlo, si ése era su deseo. Yo sabía que era un hombre bueno..., que alguien tan honesto no tenía porqué avergonzarse. Claro que, estaba descubriendo que en realidad no sabía lo que creía saber. Era evidente que no conocía al abuelo por mucho que lo admirase. Temí no poder disimular mi turbación de seguir descubriendo más cosas. Él hablaba con total naturalidad, como si estuviera convencido de que yo comprendería todo aquello sin cuestionar nada. “Es un octogenario”, me dije: “esa es la explicación”. Debo aclarar que, a pesar de todo,  en nuestra relación no se abrió ni la más mínima fisura. Antes bien, consideré que confesármelo, fuera por senilidad o no, era un prueba de confianza que me llenó de orgullo. Y por nada del mundo le hubiera fallado.
No obstante a partir de aquel día empecé a cuestionarlo todo y a buscar respuestas.  En ocasiones las encontré. Y pareciéndome un día inapelables, a veces, con el tiempo, dejaban de serlo, o simplemente, no lo eran las correctas.
El abuelo murió seis meses después. Para entonces ya sabía porqué me contó todo aquello. Quería ser enterrado con el dibujo, para que Dios le concediese la dicha de la vida eterna con el ser amado. Naturalmente, me encargué de ello.
Desde aquel día hasta la fecha, lejana mi adolescencia, sigo haciéndome la misma pregunta: ¿Quién fue más infiel, la abuela con sus esporádicos encuentros sexuales, aunque con distintos amantes, o el abuelo, que siempre amó a otra persona a través de ella?



Enrique Tejón