domingo, 16 de mayo de 2010

ENRIQUE TEJON



NOCHES DE AIRE

Yo estaba observando a los dos jóvenes que se miraban por encima de la mesa azul. Sus gestos me hacían recordar los míos y los tuyos: los nuestros. Cuando me acariciabas la mano y yo era feliz.
En la calle la tormenta obligaba a la gente a correr, como corrías cuando te alejaste de mí para siempre.
El color de la mesa me trajo a la memoria la falda azul que llevabas puesta la primera vez que nos vimos. En forma de oleadas sentía que debía buscarte; alejarme; ir tras de ti; decirte adiós. Los errores que cometí ya no se podían borrar; me desesperaba que esto no tuviera marcha atrás.
Salí a la calle y dejé que la tormenta se apoderara de mí. El viento me hacía tambalear y me obligaba a sujetar el sombrero mientras la gabardina volaba; la lluvia resultaba un alivio; ¿cómo vivir sin ti? Caminé y caminé hasta perderme en la niebla que cayó sobre la ciudad como un gas que convertía la luz de las farolas en una nebulosa. Entré en otro bar. Apoyé los brazos en la barra y dejé caer la cabeza. En ella resonaban tus tacones mientras corrías, mientras te alejabas para siempre, para siempre. Tuve ganas de llorar, pero no lo hice; me armé de valor con dos whiskys dobles. En el tercero decidí que esto no me iba a ocurrir jamás. Levanté la cabeza, bajé del taburete y salí a la calle. Las cosas iban a cambiar. En ese mismo instante conseguí adueñarme de mí de nuevo. O eso creía.
La siguiente parada fue en un bar de baja estofa en el que en diez minutos hubo dos peleas. Cuando me ofrecieron sexo respondí que esa noche no pero que no descartaba volver otro día. La chica me echó el humo a la cara y se rió. Su risa era igual que la tuya. Llevaba una falda azul. Miré el color de las mesas: era indefinible, como lo fue nuestro amor por tu parte; ahora me resultó evidente. Había sido un necio que aun sabiendo que amaba más que era amado, me negué a aceptarlo. O quizá no; quizá sí que lo acepté. Tal vez eso sea el amor. Al pensar en esta palabra casi escupo. A partir de ese momento sería un hombre sin sentimientos, sin alegría, aquello en lo que uno se convierte cuando decide ser gris por dentro.
Alguien me empujó y derramé el vaso; pedí otro. Volvieron a empujarme y el vaso se cayó. Miré a quien me empujó. Este tenía una mirada desafiante. Iba a tener pelea. En otro tiempo habría tenido miedo pero el estoicismo con el que me estaba armando me dijo que no tenía nada que perder. Y el hombre pacífico que fui hasta entonces dio paso a otro más peligroso. Aunque no por ello tonto. Vi que tras él otros me estaban observando. Eran sus amigos; así que fuera como fuera no iba a salir de allí igual que entré. Pensé qué podía hacer. Cogí el vaso y con un rápido movimiento se lo rompí en la cara. Cayó con cara de bobo. A partir de ahí empecé a recibir golpes. Recuperé el conocimiento en la neblinosa estación. Tenía un ojo totalmente cerrado y el otro velado con su niebla particular, había sangrado por las narices y la boca. Por el dolor supuse que tendría alguna costilla rota, tal vez más. No pude levantarme. Me apoyé en la pared y decidí esperar a recuperar fuerzas o a morir, me era indiferente. Me daba absolutamente igual; estaba decidido a ser indolente y aquella paliza me había reafirmado en mi decisión.
Entonces el tren se puso en marcha y te vi en la ventanilla. Tuve la impresión de que también tú me veías y mis labios hinchados intentaron esbozar una sonrisa. Quise levantar la mano para saludarte; el brazo estaba roto. Iba a dolerme pero el tren empezó a alejarse contigo dentro. Mi propósito de ser un individuo sin sentimientos se vino abajo… Pero solo fue un instante. Conseguí ponerme de pie. Con el brazo bueno me coloqué el sombrero y arreglé como pude la destrozada gabardina. Con dificultad me acerqué a las vías. Todavía faltaban tres vagones por pasar. Pensé que podíamos estar unidos por el tren al menos hasta la próxima estación. Tosí. Fue como si me clavaran cuchillos en el pecho. Me sentí bien con el dolor.
El tren desapareció en la niebla.
Yo también.

Enrique Tejón