viernes, 22 de enero de 2010

LIQUIDAMOS LOS PRECIOS




Abu Hassan había hecho una fortuna vendiendo excremento de cabras para utilizarlo como abono.En aquellos tiempos y en aquella región tan árida y desprovista de recursos, poseer un inmenso rebaño de cabras  con la capacidad de producir alrededor de 125 kilos de excrementos todos los días, era una bendición.

Cada mañana se alineaba una columna de camellos frente al almacén de excrementos con sus respectivos jinetes y esperaban a que el propietario terminara sus oraciones matutinas y abriera el negocio. Para Abú Hassan,  esto era el mejor testimonio a su dedicación y esfuerzo. Vendía la mierda a un precio exorbitante, únicamente dejando un pequeño margen para sobrevivir y volver a comprar más abono. Nunca se había sentido tan feliz, era un círculo vicioso que en cada ronda lo hacía más rico.

 Una madrugada alguien tocó a su puerta. al abrirla se encontró frente a una figura vestida de andrajos, de ojos incandescentes, y pupilas verdes que inmediatamente se clavaron en él. Un hombre cuya  mirada penetrante parecía atravesarle el alma y desnudarle el pensamiento. Se apoyaba pesadamente en un tronco de madera pulida que le servía de bastón, llevaba sobre su cabeza un curioso sombrero de pico adornado con planetas, estrellas y jeroglíficos. Abú Hassan pensó que éste hombre tenía el aspecto de un hechicero, uno de esos magos que vagan por la tierra ejerciendo todo tipo de embrujos y  artimañas.

—Que la paz  sea con usted — pronunció el anciano en un grave tono—. He atravesado el desierto guiado por las estrellas, pero mis ojos ya no son lo que eran; así  que perdí el rumbo y terminé a su puerta. Llevo tres noches pernoctando en el desierto. No es tanto el hambre o la sed lo que me agobia, pues llevo algo de sustento, es la necesidad de descansar, de dormir en un lecho para recuperar mis fuerzas.


     —Mi estimado señor — respondió Abú Hassan, en un tono frío y formal—. No es esto un refugio, ni un albergue para beduinos o encantadores de serpientes. Es mi residencia familiar donde viven mis esposas, mis hijos y mis concubinas.


     —Podré pagarle por su bondad, respetable señor –interrumpió el anciano–,  es solo por una noche y no requiero más que un lecho en un rincón donde pueda descansar mis huesos.

     —No puedo aventurarme y permitir que un extraño invada mi morada—repostó Abú Hassan ya con una actitud de insolencia—. Al final de esta casa hay un almacén donde se acumula el excremento de las cabras, allí podrá pasar la noche, el estiércol seco le servirá de cama. Le permitiré dormir sobre un tesoro inimaginable. Yo no podré pegar un ojo pensando si alberga malos designios o  si su avaricia es más poderosa que el cansancio. Puede que su magia sea terrible y podría hacer desaparecer toda esa fortuna que sólo a mí me pertenece, aunque ahora esté en forma de excremento. Como yo no podré pegar un ojo, mejor le aconsejo, anciano, que duerma en otro lugar donde la tentación no le marque como un villano común y que en la mañana, tenga que cortarle las manos por robar lo ajeno.

En aquella tierra nunca llovía, pero esa noche se desató una tormenta tan terrible e inusual de la que aún se habla después de haber pasado cien años.

Llovió mierda toda la noche y los tres días siguientes. La tierra nunca más necesitó abono. Las cosechas reverdecían desde un confín al otro de aquella tierra.

Abú Hassan sentado a la puerta de su almacén de excrementos lanzaba gritos de angustia y proclamaba su desgracia en un enorme telón colgado sobre la puerta del almacén que anunciaba:


LIQUIDAMOS LOS PRECIOS. El kilo de mierda de cabra a 0.10 de Dinar.

Marco Antonio